Jueves 26 de julio de 2012 a las 10:35 hs
La semana se acercaba fatídicamente; la semana en la que David y yo empezaríamos la carrera a lo largo de Sudamérica.
Estamos sentados en un ómnibus de dos pisos, camino a la ciudad más austral del mundo Punta Arenas, en Chile; y el viento que azota la estepa patagónica nos sacude como muñecos dentro del vehículo. El océano, que acaba de aparecer ante nosotros, nos da la señal “de humo”. La realidad de los próximos meses corriendo se nos hace ahora evidente.
Los últimos diez días, desde que tratamos de dejar nuestro velero en su hogar, en Uruguay, se nos han pasado volando en medio de una serie de semi contratiempos y mini desastres.
Para empezar, tres días antes de dejar nuestro querido viejo velero, el mundo se nos dio vuelta, literalmente. Pasó como en cámara lenta. Yo estaba escribiendo en la laptop en el salón. Sentí una presión rara, como “oblicua”. Y después, gradualmente, casi imperceptiblemente, las cosas empezaron a resbalar. Primero mis papeles, después una lapicera, una bolsa de arroz cayó al piso desde la alacena, la canasta con las papas empezó a resbalar hacia estribor, y enseguida mi laptop se me iba de las manos. En pocas horas nos encontramos trepándonos al bote, tratando de encontrar de dónde agarrarnos.
En cubierta descubrimos el crimen; el agua había decidido escurrirse de nuestro riacho. Estábamos en un ángulo de 450 hacia estribor. Genial. De pronto, empacar y trabajar en el proyecto ya no era una opción. Esa noche dormimos virtualmente uno encima del otro en un recoveco del estribor, desesperadamente deseando que nuestro mundo se enderezara otra vez.
Con dificultad nos despedimos de nuestro hogar y nos largamos a cruzar el río de la Plata hacia Argentina, Chile, Argentina otra vez y luego otra vez Chile. Saludamos con la mano a nuestro vecinito que estaba de vacaciones escolares. Este pequeño detalle pronto cobrará sentido y volverá para acecharnos.
Habíamos llegado a apreciar el lujo y la facilidad de los viajes en ómnibus por Argentina y Chile. Esta tranquilidad indolente pronto se transformó en frustración frente a las miles de familias que se abarrotaban en la estación Retiro de Buenos Aires. Se nos hizo evidente la realidad de las vacaciones de invierno; retrasos, oficinas de ventas de pasaje que se cerraban de improviso y demasiado temprano, y la policía armada preparada para controlar desbordes. Un aplauso lento empezó a escucharse en la estación y crecer gradualmente, y la sangre italiana de los argentinos estalló. Contemplamos la sombría posibilidad de que alcanzar el punto de partida de nuestra expedición a tiempo ya no era una certeza.
En una especie de letargo y progresivamente más y más malhumorados, avanzamos hacia el sur y luego al oeste. Llevábamos enormes cantidades de equipaje sumamente pesado, incluyendo dos ruedas de bicicleta que no habían sido todavía conectadas al tráiler. Para coronarla, nos enteramos de que el equipo que uno de nuestros patrocinadores, Patagonia, dejaría en Puerto Varas para nosotros, estaba, cómo decirlo, ausente sin aviso. Esto nos preocupó sobremanera, ya que estábamos por entrar en el freezer del invierno patagónico.
En medio de la desventura general y la falta de sueño de nuestro viaje, nos las arreglamos para contraer los dos, un formidable resfrío; Dave se torció uno de los dedos del pie y ahora, créanlo o no, tengo una pulga. Nunca antes se me había subido una pulga, de verdad, y veo que ésta parece muy contenta con su conquista, ya que cada mañana me despierto con nuevas picaduras avanzando por mis piernas y brazos. ¿Por qué no habrá ido a buscar la sangre de Dave, digo yo? Pero mi cuñado, que es veterinario, y la fuente de sabiduría que alivia todas nuestras aficciones, me ha asegurado que se morirá una vez que haya saciado su sed. Siete días después y sigo esperando.
Ahora, luego de un viaje fragmentado en 10 ómnibus, y otras setenta dolorosas horas en marcha, la suerte parece estar conspirando contra nosotros y nuestro plan de llegar a la ciudad de Punta Arenas, a unos 50 km al norte de nuestro destino y punto de partida: Cabo Froward. Todavía no hemos probado si funciona el tráiler, pero eso es apenas una frivolidad, comparado con la preocupación que nos ha abrumado los últimos meses: ¿soportarán nuestros cuerpos el constante aporreo al que lo someteremos, corriendo entre 25 y 40 km cada día y encima llevando a nuestro tráiler? ¿Nos habremos concentrado tanto en la planificación de nuestro equipo, el “mega transecto”, la parte educativa, el sitio web etc., etc., que nos olvidamos de prepararnos físicamente como debería ser necesario para enfrentarnos a este desafío inmenso que nos espera?
Por ahora, mientras la lluvia incesante oscurece la vista desde la ventanilla del ómnibus, la preocupación que me enferma y me da pesadillas, es la de los tres ríos que deberemos cruzar dos veces en nuestro trayecto primero hacia Cabo Froward y después desde allí hacia el norte. Este viaje hacia el punto de partida y los meses de preparación empalidecen frente a estos potencialmente hipotérmicos obstáculos.
Traducción por María Elisa Pelletta, GRACIAS!