Tu perspectiva de la vida puede cambiar en un día. Ayer llegábamos a Bariloche corriendo entre el tránsito de esta ciudad bulliciosa. Habíamos arreglado previamente un encuentro con una amiga de un amigo quien nos facilitaría acceso a los medios y a las escuelas, ya que nuestro tiempo al pasar por las ciudades es limitado. Explico más o menos cómo funciona: establecemos contacto con un amigo (¡aunque a veces todavía no saben que son amigos!), les pedimos un montón de favores, y la mayoría de las veces, logran cosas impensables, ad honorem, simplemente porque son generosos con su tiempo y sus recursos. Hasta ahora hemos encontrado gente increíblemente generosa, cálida, confiada y amable. Se han transformado en nuestros amigos instantáneamente. Fíjense que hasta el momento del primer encuentro estas personas no sabían nada sobre nosotros, y además, lo más seguro es que al momento del primer encuentro, lleváramos días sin bañarnos. Lo más posible es que no hayamos visto un espejo por un largo tiempo, seguramente el protector solar se habrá acumulado en algunos lugares, y sobre este, se habrá pegado sin duda el polvo del camino. Ya se habrán hecho una imagen acertada…
En Bariloche, una ciudad turística de 150 mil habitantes, que se anida al pie de los Andes, la amorosa y diligente Kari fue la luz que nos guio. Llegamos, nos instalamos en un ciber café y, no sabemos cómo, simplemente apareció allí, sin haber acordado previamente en un lugar de encuentro. Es cierto que el carrito nos delató con su color naranja brillante, pero igual. Y vino para confirmarnos que sí, que correríamos con ella y unos amigos, a las 6 de la tarde. Y desapareció entre la multitud.
Omitió mencionar que correríamos en un grupo que incluía dos ultra maratonistas (ella es una, acostumbra correr 160 Km), y que, además, se nos sumaría otro atleta que era 100% ciego.
Nos reunimos en la estación de micros; Kari, Negro y Héctor llegaron casi al mismo tiempo que nosotros, los dos chicos sostenían cada uno un extremo de un elástico negro. Kari mencionó, al pasar, la ceguera de Héctor, y nadie hizo ningún comentario más. Parecía una cosa natural, que nos embarcáramos en una carrera de 15 Km por las calles atestadas de tránsito y sazonadas con piedras enormes, alcantarillas rotas y bordes irregulares, con un atleta ciego y un carrito cargado a tope. Después de algunas discusiones logísticas (y de darle a Héctor la oportunidad de probar el carrito) salimos a la carrera con una puesta de sol increíble sobre el fondo montañoso.
Después de haber corrido 2253 Km, acumulamos una significante cantidad de dolores en nuestros cuerpos; yo tengo un tirón en la ingle que no se va con nada, y también me duelen las rodillas. Kath no se queda atrás.
Pero, a medida que nos aflojábamos del agarrotamiento que traíamos de los 20 Km de la mañana, nos empezábamos a dar cuenta del significado de esta experiencia. Durante todo el tiempo que corrimos, en ningún momento escuchamos a Héctor quejarse por su ceguera. Nuestras “penurias” se veían insignificantes.
Negro y Kari apenas mencionaron sus hazañas mientras guiaban a Héctor entre los peligros de la ruta. Corríamos en grupo, cada uno de nosotros con una experiencia diferente desde el punto de vista de la carrera, pero juntos.
Descubrimos algo acerca de lo que significa sobrellevar obstáculos gigantes; hay que pensar en las barreras como desafíos, y no como obstáculos imposibles, para poder superarlos. ¡Estamos seguros de que este aprendizaje nos será útil en el transcurso de nuestra carrera!
Dejando esta historia bastante personal atrás, regresamos a Bariloche por razones de logística (buscar un filtro de agua, importante) y comer algo. Mientras hacíamos la cola para comprar comida en un puesto de la calle, se nos acercó un hombre de unos 70 años, de espaldas anchas, con el pelo largo, pero prolijo, y tenía el pulgar apretando un punto en el cuello. Nos sonrió y nos preguntó dónde estaba el carrito. ¡Nos había reconocido, así vestidos de “civil” y sin el carrito!, y quería charlar con nosotros, tenía una voz extraña. Yo buscaba las palabras en mi pobre español para contestarle y noté qué era lo que tapaba su dedo. Con espanto descubrí que tenía un agujero en el cuello. Fue tanta la sorpresa que mi primera reacción fue echarme atrás, pero ahora estaba intrigado, y además, quería aparecer natural por él y por mi. Se me llenaron los ojos de lágrimas. El agujero tenía un pequeño filtro en el interior, y del otro lado, supuse, tal vez estarían los pulmones. Le pregunté cómo hacía para comer y respirar.
Me explicó la operación especial que tuvieron que hacerle, y me dijo que comía por la boca (¡obvio, qué estúpido!) y también me explicó que puede hablar si se tapa el agujero con el dedo. Me explicó, con una sonrisa, que era doloroso, y que no podía hablar mucho. Me sentí mal por haberle preguntado. Me contó que los médicos le habían dicho que jamás volvería a hablar, y así fue durante un año, hasta que aprendió a hacerlo otra vez. Dijo que para él, tener que aprender a hablar otra vez, era como para nosotros correr 35 kilómetros (haciendo referencia a nuestro promedio diario, que recordaba bien) y señalando su cabeza agregó que quería que no nos olvidáramos de que el impedimento estaba solo en la cabeza.
Entonces, sin exagerar, han sido 24 horas de aprendizaje sobre la humildad. Y ahora nos reciben en su casa unos amigos que, además, son defensores y protectores de los lugares naturales de Argentina… lo cual es otra experiencia importante. Nuestro carrito abre puertas… Gracias Maria Pelletta por la traducción!