Te zumban en la oreja, se arrastran sobre tu piel, se esconden enroscados adentro de tus botas o se posan –todos juntos como en nubes- atontados, sobre manzanas podridas. Hay que tener una personalidad especial para apreciar las virtudes de estos vecinos de seis y ocho patas.
Invertebrados; estos bichos peludos, con colmillos aterradores, pinchudos o chupasangre, son como personajes de películas de terror, y son, además, la base de una industria multimillonaria de exterminación. Entre 2006 y 2007, por ejemplo, se han derramado sobre los campos del mundo el equivalente en insecticidas a casi 7 mil millones de libras esterlinas (£6,940,276,000!).
Pero en la naturaleza todo tiene un propósito. Podemos alegrarnos cuando nos sacamos de encima a estos “molestos”, pero si uno se toma un poquito de tiempo para apreciar sus travesuras, pronto se hace perfectamente evidente nuestra gran dependencia a esta extraña partida de “trabajadores”.
Estar cerca de los invertebrados se ha convertido en algo cotidiano durante nuestra carrera a lo largo del continente Sudamericano, en pos de ser los primeros en lograrlo sin apoyo. Y más que nada ahora, mientras corremos por el eterno horno poblado de matorrales, que es la parte central de Argentina.
Ya nos habían avisado los pobladores, que esta ruta entre San Rafael y San Luis estaría “llena de bichos muy feos”. ¡Y tenían razón! Nos estamos encontrando con las versiones “amplificadas” de nuestros bichos británicos… y en abundancia.
Yendo a la velocidad que vamos, trotando sobre el asfalto, mirando nuestros pies, observando los arbustos con atención, pareciera que estamos viviendo en el mundo de los bichos, un mundo en miniatura. Y mientras observamos su plétora de formas y comportamientos intrigantes, estos “patitos feos” de la naturaleza, se transforman, ante nuestros ojos, en preciosas perlas.
En cuatro horas conté más de 100 cuerpitos achatados, aplastados, moteados y rayados adornando el asfalto. Observamos largas filas de orugas peludas anaranjadas cruzando la ruta, recién salidas de sus capullos, hambrientas de hojas nuevas. Una explosión de grillos negros como el carbón merodean en el asfalto sin propósito alguno, tratamos de apurarlos antes de que ellos también encuentren su final aplastado. Un camión hace revolear por el aire, a su paso, a un escarabajo arcoiris. La superficie plateada brillante de la ruta atrae legiones, y legiones mueren en ella.
De pronto, algo se abalanza sobre Dave. Es enorme y del color de la paja. ¡Es un palo! ¡Es un insecto palo gigante! No tiene nada de parecido con los bichitos verdes chiquitos que almorzaban en los ligustros o los que dejaban caquitas negras en los estantes de la biblioteca de mi casa de la infancia. Este espécimen tiene “resortes”, y se lanza al aire otra vez, y tratamos de atraparlo.
Los últimos 3 kilómetros de nuestros 30 diarios los terminamos arrastrándonos. Se nos hace cada vez más y más difícil. Toda la atracción de correr una maratón diaria se evaporó con el calor abrasador de Argentina hace varias semanas. Los últimos pasos los corremos llenos de euforia: finalmente podremos descansar.
Pero nuestra “habitación” deja mucho que desear; oteamos el horizonte centelleante buscando un atisbo de sombra. Nos conformamos con lo que ofrece un alambrado de púas. Levantamos varios bultos llenos de provisiones y equipo por sobre los alambres -y también el carrito- y colocamos todo en el arenero que será nuestro hogar durante las próximas 17 horas. Amarramos la lona al alambrado y al carrito, y nos arrastramos dentro de esta pequeña franja de sombra, y tratamos de dormir en un polvoriento charco de traspiración.
Es imposible, hace demasiado calor y falta el aire. Entonces tratamos de entretenernos; 360 grados alrededor nuestro, están dando una obra de teatro en miniatura. Las avispas ocupan el centro del escenario, peleándose entre ellas mientras liban néctar. Una mantis religiosa se escurre dentro de nuestras colchonetas. La levanto y la tiro al aire hacia fuera. Sin problemas cae, rueda y vuelve a entrar. ¿Comportamiento extraño? Será que también busca la sombra.
El siguiente acto es el de dos gorditos escarabajos manchados del pepino. Sus intenciones son obvias: han visto unas sobras de carne –que para ellos deben semejarse a una torre Eiffel. En segundos están encima, olfateándola y enterrando su tesoro con la ayuda de las tropas que han venido a compartir el esfuerzo.
Hormigas de todos los tamaños vienen a visitarnos. ¿Nos habrán olido? Tal vez es que simplemente se han topado con estas dos montañas blancas gigantes en sus animadas correrías. Como sea, ya nos hemos acostumbrado a sus patitas recorriendo nuestra piel. Un enjambre de hormigas rojas diminutas se abalanza sobre el ala de un halconcito gris muerto y entre todas llevan la carne a su hormiguero.
Ahora pasa la armada; hojas y ramitas navegan en las espaldas de las hormigas cortadoras de hojas. Cargan lo que para nosotros sería como llevar un toro haciendo equilibrio en un dedo. Extraordinario. Han cruzado la ruta que separa el hormiguero de su “jardín” y pasan a nuestro lado caminando elegantemente en fila. Ocasionalmente, una pareciera desear la hojita que lleva otra, (será por el tamaño o el color, ¿quién sabe?) pero por lo general esta sociedad sofisticada continúa sus labores diarias en absoluto orden.
Tratamos de imaginar cómo sería un mundo sin los invertebrados. Sin los servicios de “entierro” para los animales muertos; sin los servicios de “reciclado y composting” de los escarabajos, tijeretas y gusanos – los detritívoros – que mastican nutrientes y los transforman en nuevas capas de humus. Sin ellos nos hundiríamos en un mar de cadáveres putrefactos y basura vegetal.
Y así, este grupo de trabajadores continúa ofreciendo sus servicios gratuitos las 24 horas del día; una abeja poliniza una flor de durazno y una araña atrapa una nube de mosquitos en su trampa pegajosa.
Entramos a los tumbos en un café de la ruta, en este, nuestro penúltimo día de una serie de ocho. Las estrellas brillas en el cielo. Los camioneros argentinos comen sus milanesas y el dueño del local cambia los canales de la televisión incesantemente. De repente una lengua larga y pegajosa se lleva una hormiga que pasaba, a centímetros de la pierna de un comensal. Asombrosamente, no se ha percatado de la presencia de este sapo enorme, que regodeándose en el café, paga su privilegio por medio de su orden de cucarachas, hormigas y moscas.
Hemos estado hablando en las escuelas que encontramos a lo largo de nuestro recorrido, sobre temas como los servicios de los ecosistemas; los servicios olvidados de los animales y las plantas que contribuyen a que nuestro planeta sea habitable. Los biólogos se empeñan en encontrarle un valor económico a estos procesos, para que su importancia no sea desdeñada en la carrera humana por cambiar la Tierra. Los EE.UU., por ejemplo, han estimado que su industria de verduras y frutas les debe a las abejas el equivalente a 135 mil millones de libras esterlinas por año (exactamente £124 527 824 000)
Les preguntamos a los chicos cuál es el animal que menos les gusta, y cuál el que más. Murciélagos, arañas, víboras, pumas o loros; pasamos 10 minutos mostrándoles cómo se interrelacionan, mostrándoles que sin los “malos” no existirían los “buenos”. Muchas veces el que ocupa el lugar de villano ante los ojos de los hombres, es el héroe en el rompecabezas del ecosistema.
Mientras nos arrastramos fuera de la carpa para empezar a correr los últimos 30Km en el fresquito de la mañana, bichos de luz de neón vuelan alrededor, una tarántula enorme se escurre en los arbustos y una orquesta de cigarras y grillos empieza a ensayar. Nuestros ojos se mueven como flechas y nuestras mentes se encienden con estos juegos extraordinarios; los de los aliados menos probables de los humanos.