Es otoño al sur del Ecuador, y mientras la mayoría de los argentinos se están preparando para el invierno boreal que está por llegar, la localidad de Las Lajitas está atareada con los preparativos para la temporada más movida del año.
Las calles de este pueblito están atestadas de Toyotas Hilux cromados, con todo y vidrios polarizados. Maquinarias agrícolas colosales ocupan las callecitas estrechas, normalmente vacías. El edificio moderno de ladrillos de la iglesia parece diminuto junto a los secadores de granos más grandes del mundo, llenos de tuberías curiosas. Obreros municipales se ocupan de preparar la plaza central para el gran influjo de trabajadores migratorios que están por llegar, desviando el agua de las lluvias escasas que han caído este año hacia unos canteros, para revivir las flores. Pero el perfume que percibimos al pasar por los vastos y aparentemente interminables monótonos campos de la provincia, no es de polen, es el abrumador olor de Roundup y otros herbicidas no selectivos, rociados desde el aire, indiscriminadamente, por pequeños aeroplanos que zumban sobre nuestras cabezas.
Los carteles de los hospedajes indican que no hay más plazas, en realidad, encontrar una cama vacía, de cualquier categoría, en cualquier lugar de esta ciudad de 13.000 habitantes, es prácticamente imposible. Es tiempo de cosecha. Pero ésta no es una cosecha como cualquiera. Este es el equivalente sudamericano a la fiebre del oro, pero por la soja, una legumbre pequeña, verde, rica en proteínas, que ha asegurado el puesto más alto en la industria mundial a la Argentina, con un valor de 37.7 mil millones de dólares (estadísticas de la soja, 2012)
La producción de la soja (o soybean en los EE.UU.) es una industria relativamente nueva en el norte de Argentina, pero su crecimiento ha sido fulminantemente veloz. El país es ahora el tercer exportador mundial y es uno de los mayores proveedores de subproductos de la soja, como el aceite y la soja triturada. Entonces, no es sorprendente que en Argentina, la adquisición de tierras y su conversión para la producción de soja, haya crecido rápidamente desde 1996, prácticamente triplicando el área de cosecha: de alrededor de 6m hectáreas a 16.7m hectáreas en 2008 (WWF, 2011).
Lo que sí es un poco más sorprendente es el papel que, indirectamente, tienen la UE y Gran Bretaña en la lucha por la soja, y por lo tanto la contribución que estas potencias tienen sobre la tierra y sus habitantes en este rincón tranquilo de Sudamérica. Como no soy un gran adepto al tofu o a la salsa de soja, me impactó saber que el Reino Unido es un consumidor importante de la soja argentina. De acuerdo al WWF, para satisfacer la demanda de soja que se exporta al Reino Unido, se necesita cultivar un área del tamaño de Yorkshire. Entonces ¿adónde va toda esa soja? Unos dos tercios de todos los productos manufacturados contienen derivados o ingredientes que provienen de esta legumbre. Los estudios sugieren que el consumo de soja en el Reino Unido es de entre 1 y 3,5g por día (IFR, 2009). Pero esa es solo la punta del iceberg, la gran mayoría de la soja usada en el Reino unido tiene como destino la fabricación de alimento para gallinas y cerdos, que luego llega a nuestras mesas casi sin dejar rastros.
Durante los últimos dos meses corriendo, descansando, conversando y corriendo otra vez, día tras día, a través de las provincias del norte (el epicentro de la última conversión de la tierra a la soja en Sudamérica), hemos tenido una oportunidad especial de captar el significado de este proceso desde la ruta, y también de entender quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores en este crecimiento explosivo.
Los ganadores: los agricultores, por supuesto. Pero habría que re definir “agricultores”. La industria de la soja se concentra en unas pocas firmas multinacionales que dominan el mercado desde la primera semilla, pasando por la siembra, la fumigación, la cosecha, el procesado, y así hasta llegar al puerto. Este “agronegocio” es de una eficiencia despiadada. Lo habitual es ver, en los alambrados, carteles con los logos de Monsanto, BASF y Dow. Hablamos con la dueña del hostal y nos dijo, “ninguno de ellos vive aquí, ¿sabe? No, ellos tienen unas casas grandes en la ciudad, en Salta y en Buenos Aires, ¡aquí no les gusta, es aburrido!” Tal vez sea cierto.
Nosotros (los británicos) también somos ganadores. Una soja barata, enviada al Reino Unido y a otros países de la UE que producen nuestra comida, contribuye a mantener bajos los precios. También nos ha dado la oportunidad de llenar el vacío que dejó la crisis de la EEB (o la enfermedad de las vacas locas) en el mercado de alimentos para animales, a partir de la cual se realizan controles mucho más rigurosos sobre los alimentos de los herbívoros.
Y además, semejante expansión no podría ser posible sin el apoyo del gobierno, tal vez, el mayor ganador de todos. En la década en la que empezó la producción “seria” de la soja, en 1995, los ingresos por impuestos de exportación crecieron casi un 100%, a un millón de dólares (CENIT, 2008). De hecho, muchos comentarios sugieren que el crecimiento reciente de Argentina, se debe mayormente al auge de esta materia prima.
Al vendedor de los Toyota no le debe ir mal tampoco, si tomamos en cuenta las flotas de Hilux 4×4 blancas que vemos pasar zumbando a nuestro lado. Algo de la riqueza se filtra en algún lado, pero no todos se benefician de esta fiebre del oro. Así llegamos a los perdedores: Los abuelos, mirando pasar la vida a un paso al que no estaban acostumbrados, lamentan la pérdida de los empleos tradicionales en las forestales, en el cultivo de frutas y la cría de ganado. “El trabajo ahora está altamente mecanizado, es de temporada y mayormente emplea a trabajadores migratorios, y además, para la soja se emplean alrededor de 5 trabajadores por cada 1000 hectáreas, en vez de los 500 trabajos por cada 100 hectáreas que generaban las otras actividades agrícolas.”
Y luego está la tierra. Lo primero que un nota es que prácticamente cada pedazo de tierra llana con acceso a la ruta, ha sido quemada y liberada para la siembra. La realidad es que no hay suficiente tierra libre para cubrir la demanda de la China y de la UE. ¡Por cientos de kilómetros hasta llegar a Las Lajitas, hemos visto que se había cultivado soja en la franja que va entre la ruta y el alambrado!
Los más grandes perdedores son, como es de prever, la flora y la fauna desplazadas. Una gran área de tierra salvaje ha sido quemada para darle lugar a la soja. El paisaje natural es lo que se conoce como el “chaco”, una zona chata, de gran biodiversidad, con bosques de arbustos espinosos extendiéndose hasta los Andes. Es, o mejor dicho era, el hogar de especies carismáticas, loros y pericos, tucanes, armadillos y osos hormigueros. Hasta el majestuoso yaguar alguna vez deambulaba por esta zona. Los campos de soja no son ideales para su supervivencia.
La mayoría de la soja es resistente a los herbicidas, casi una definición de las cepas genéticamente modificadas de Monsanto, que resisten a los herbicidas, los cuales también son suministrados por ellos, para matar a otras plantas.
Constantemente se ven aeroplanos en el cielo, que siguen un mapa invisible mientras van dispersando químicos sobre los campos. Solo la soja sobrevive. Al correr descubrimos un árbol solitario, muerto, en medio del mar de soja, un recordatorio del impacto, sus raíces aradas y las hojas destruidas. Una bandada de picuis (torcacitas) se detienen en sus ramas un momento, una de las pocas especies que pareciera que logran sobrevivir con las semillas provistas por el maíz, uno de los cultivos con los que se rota la soja. Pero más adelante encontramos un grupo de cinco de estas palomitas muertas. Tal vez no son tan resistentes.
Las lluvias, cuando llegan, llevarán los químicos y los minerales de las áreas aradas, hasta los ríos y vertientes. A eso le siguen las floraciones de algas. Y si no llueve, entonces el agua es extraída del subsuelo y se le agregan unos químicos, esta mezcla sale de unos tubos rotatorios de unos 2km de ancho, que se ven desde el espacio. No bebemos el agua de los ríos en esta zona.
Para completar el panorama, se suma el desplazamiento de las personas que antes trabajaban estas tierras. En muchos de los casos, los pequeños granjeros que han tenido que vender sus tierras a las multinacionales, simplemente se mudan a otras tierras de manera ilegal, o sea que no se trata de un cambio de uso de la tierra, es un ingreso masivo a tierras que antes eran vírgenes. Estos desplazados llevan consigo sus animales domésticos y su ganado. Las “islas” que permanecen vírgenes entre esas áreas son cada vez más pequeñas, hasta el punto de peligro en que no le sirven de hábitat a algunas especies.
Mientras corremos, contemplamos una escena como salida de la “Primavera Silenciosa” de Carson, e imaginamos cómo habrán sido estas tierras antes. Y también tratamos de imaginar cómo serán a diez años, ya que el desmonte sucede frente a nuestros ojos hoy.
¿Deberíamos los británicos evitar comprar productos que tienen semejante impacto en el medioambiente? ¿Y lo haríamos, si estuviéramos mejor informados sobre los sacrificios que se han hecho para producirlos aquí? ¿O sería mejor quedarnos en el mercado global para usar nuestra influencia para asegurar que los cultivos se hagan de forma sostenible?
Frente al nuevo escándalo de la carne de caballo encontrada en la comida procesada, ¿pueden los gobiernos convencernos de que han mejorado la trazabilidad de nuestros alimentos a lo largo de su recorrido hasta los lugares donde se plantaron/generaron? ¿O en el caso de productos animales, del alimento que consumieron? Si queremos tener la posibilidad de elección como consumidores, sobre todo en lo que respecta a los productos genéticamente modificados, ¿no tendría que aparecer en la información de las etiquetas con qué alimento se han criado los animales? Y desde nuestro lugar de nación importadora, ¿cómo podemos considerar nuestro impacto en el planeta (incluyendo los objetivos de CO2) sin incluir el impacto que nuestro consumo tiene en las tierras productoras?
Es tiempo de pensar, mejor seguir corriendo.