Los primeros días de este año del “5000 mile project” durante el que correremos a lo largo de Sudamérica, representan unos de los más remotos y hostiles. Los bosques de hayas del sur caen sobre dentadas plataformas costeras y los árboles “bandera” se inclinan y resisten inquebrantables los furiosos vientos del sur. Estas tierras salvajes del fin del mundo, junto a sus “parientes” igualmente amenazados: la selva tropical, los pantanos y los prados de este majestuoso contiente, son el motivo y la razón por la que estamos corriendo.
Este tramo lo enfrentaremos al estilo maratón de montaña; o sea, llevaremos lo mínimo indispensable. Cargamos una pequeña mochila cada uno con el equipo necesario para mantenernos lo más abrigados que podamos para sobrevivir en el frío patagónico, y algunas magras provisiones de comida. Nieve en el terreno, hielo partiendo los ríos y se anuncia otra tormenta de vientos ensordecedores.
Solo la punta de los atrofiados cipreces guaitecas se asoman fuera de la nieve. Resulta increible que estos árboles puedan sobrevivir en semejantes condiciones, casi enterrados vivos. Es extraordinario que estas especies, junto con las siempre verdes hayas del sur en las playas cubiertas de líquenes, hayan evolucionado para prosperar en este clima.
A veces la nieve nos llega a la cintura y cada paso demanda una infinita cantidad de nuestra cada vez más escasa energía. Las huellas de un ciervo parecen marcar nuestro camino, probablemente un huemul chileno, en peligro de extinsión. Las pezuñas de las patas traseras apenas se hunden en la nieve fresca. Las comparo con las penosas trincheras que excavamos nosotros al avanzar y no me sorprende que hayamos planeado estar en este lugar solo cuatro días. No somos competencia.
Más huellas nos revelan la presencia de otros residentes silenciosos de estos bosques, montañas y playas que atravesamos como intrusos. Dos pares de enormes huellas sobre la nieve, del lado de la playa, no pueden pertenecer sino a un puma. Sin duda anda buscando una comida fácil que le haya dejado la corriente en la costa. Este felino no está en peligro de extinsión, sin embargo su población diminuye al tiempo que su hábitat desaparece y los conflictos entre él y la gente por su ganado aumentan.
Luego, una línea de huellas de “chungungo” o nutria marina. La última vez que vimos estos carismáticos animales en vías de extinsión, más al norte en los canales chilenos, se encontraban ensimismados, extrayendo los contenidos de un erizo de mar con sus patas, despreocupadamente
tirados sobre sus espaldas.
Una y otra vez nos caemos pesadamente, incapaces de asirnos a las piedras resbaladizas y a los peñascos que forman el terreno costero por el que tratamos de avanzar. Sin embargo, a nuestro lado unos cinclodes de pecho oscuro -unas aves pequeñas y oscuras- pescan moscas y otros bichos en las posas de las rocas de la orilla.
Y ahora, ahí está. El río. El cruce de este río me tuvo aterrada durante varias semanas. Sábanas de nieve adornan sus orillas. El termómetro dice que hace 1°C. David se mete y con rápidas brazadas alcanza el otro lado, sale como una ráfaga y se viste. Cruzamos el equipo con una soga, retrasando mi cruce. Ya no siento mis dedos ni mis pies. Me desvisto, no hay alternativa. Me meto hasta las rodillas, hasta la cintura y ya estoy nadando en estas garras heladas. Parece una eternidad. La nieve y el viento me tiran del pelo y me hacen perder velocidad. Escucho a David llamándome y emerjo del otro lado con dificultad. Fue horroroso.
Cada vez nos percatamos más de lo mal adaptados que estamos, primates fracasados, a estas tierras heladas. Y sin embargo otros animales y plantas lo están perfectamente. Nos falta la grasa que protége al delfín Peale, el plumaje que cubre al cauquén marino, el olfato del culpeo (zorro patagónico) la vista del cóndor andino, la piel impremeable del chungungo. Despojados de nuestra sofisticación urbana, no somos nada. Pero no ha sido siempre este el caso.
Hace menos de cien años, la estepa patagónica estaba poblada de cazadores de guanaco y de hombres recolectando mariscos en los fiordos desde sus canoas. Habrán también juntado bayas, hierbas y setas en los bosques que hoy nosotros atravesamos. Estos pueblos recolectores: los Selk’nams, Yaghans, Alacalufs y los Chonos, podían vivir en condiciones en las que el Homo sapiens promedio del siglo XXI languidecería.
Mientras avanzamos por este paisaje místico, cada vez más amenazado por la tala de bosques, la urbanización, la polución, la pesca excesiva, etc. desentrañamos la tragedia de estos pueblos de gentes resistentes perseguidos por los nuevos colonos, devastados por enfermedades y perdidos para siempre.
Pero ahora, a medida que dejamos las montañas nevadas atrás, y el cruce del río helado es ya una memoria, nos emociona pensar que los mismos lugares que habitaron aquellas tribus, todavía existen. Que nuestros pies pisan sus borradas huellas. Que nuestros pasos, juntos, siguen las sombras de los mismos animales y plantas que componen este museo viviente.
Un museo viviente que debemos conservar. Y al enganchar nuestro tráiler para retomar nuestra carrera hacia el norte, llevamos en nuestras retinas las más extraordinarias imágenes de esta belleza salvaje. No podemos perderla como perdimos a su gente.
Traducción por María Elisa Pelletta, GRACIAS!