Nos sentimos observados. Dos adolescentes con cadenas de oro se ríen al mirarnos. Una mujer de melena negra nos llama, su hijo no deja de gritar “¡ahí vienen los británicos!”. Su voz de megáfono nos asusta y nos guarecemos bajo la sombra de un cartel que cuelga de un solo clavo oxidado. ¿Qué hemos hecho?
Bienvenidos a KM 88, la ciudad sobre la que todo el mundo nos estuvo alertando que sería el comienzo de nuestra “hoguera” en Venezuela. Jamás imaginé que sería tan nefasta. Es como meterse en el set venezolano de “Del crepúsculo al amanecer”, donde todo el pueblo sigue con la mirada al gringo recién llegado, a punto de caer en sus trampas.
Trato de no mirar a nadie a los ojos. Todavía resuenan las palabras que un alemán que vivió en la zona más de 20 años, me dijo, como si fuera lo más normal del mundo: “esta es la parte más peligrosa de Venezuela. Seguro te van a violar.”
Es cierto que Caracas tiene la reputación de ser la ciudad más peligrosa del mundo, y aquí estamos, bajo la mirada vigilante de todos los malhechores de la ciudad.
¿Nuestra primera reacción? ¡Huyamos! Busquemos algún otro lugar donde pasar la noche. La idea de quedarnos aquí es, francamente, escalofriante.
Y casi no veníamos. Todos dicen que las áreas mineras son muy peligrosas, que tenemos que tener mucho cuidado. Aún en Brasil, un país que tiene sus propios problemas de seguridad, la gente nos decía que Venezuela era peligrosa, que los autobuses eran asaltados a punta de pistola en las rutas. ¿Pero cómo puede uno tener cuidado, cuando se anda de a pie? Estamos expuestos. Hasta consideramos atravesar Venezuela en ómnibus y recuperar los kilómetros después. Al fin de cuentas nuestro objetivo es correr para llamar la atención sobre el estado de la naturaleza, no ofrecernos como víctimas innecesarias del crimen.
Pero estamos aquí, y tenemos pocas opciones. Acabamos de correr una maratón y hace un calor insoportable, el sol nos está, literalmente, calcinando, y estamos exhaustos. El próximo lugar seguro está a otra maratón de distancia, con una familia de indios que esperamos que nos reciban.
Pasan unas camionetas Chevrolets destartaladas, vemos tipos tirados abrazando sus botellas de cerveza. Necesitamos tomar una decisión. David cruza la calle corriendo, investiga un hotel y vuelve enseguida “vamos, rápido” me dice. Así que cruzamos juntos y desaparecemos con el carrito, de la vista de todos.
Comemos un guiso de pollo en lo de las “Tres hermanas”. Son unas negras enormes, colombianas. Se ríen entre ellas, una lanza una carcajada nerviosa mientras juega con su nietito. Una 4×4 frena bruscamente y una mujer cubierta de tatuajes se baja de un salto. Pregunta por un paquete, una de las hermanas –la nerviosa– se va y al rato vuelve con una cartera de cuero del tamaño de una hoja de carta. Luego se acerca a nosotros y nos dice “que Dios los bendiga”… esperamos que sí, mientras comemos el guiso.
Esa noche escuchamos disparos. La familia de indios de las Guayanas con la que pasaremos la próxima noche, nos contó que la ciudad está dominada por “El sindicato”, los disparos son moneda corriente. Hay que respetar las reglas y pagar por la seguridad.
Son las 4:30 de la mañana, bajo un cielo negro neblinoso, iluminado intermitentemente por carteles de neón, huimos. Dave quiere filmar. Un tipo nos mira, los perros ladran, un grupo de hombres nos ve pasar. Yo no aguanto el miedo, guardamos la cámara y corremos.
Por delante nos espera El Dorado, en el Km 0. El centro de las minas de oro que alimenta estas ciudades terroríficas. Tres maratones más y salimos de este lugar de espanto. Nunca antes había sentido tanto miedo.